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Cuando llega el mes de noviembre muchos vegetales empiezan a desprenderse de sus follajes y se preparan para recibir al invierno.
Sus hojas verdes pierden el color; después se las llevará el viento y terminarán pudriéndose esparcidas por el suelo.
Los cristianos a noviembre le llamamos también el mes de los difuntos. En estas fechas solemos visitar los cementerios para rezar y depositar flores en las sepulturas de nuestros seres queridos que han fallecido.
Los creyentes cristianos pensamos que nuestra alma no está formada por componentes químicos que puedan descomponerse en los nichos de un cementerio; y que cuando fallecemos, nuestra alma, esa energía inmaterial que transmite la vida en nuestro cuerpo, se desconecta de él. No queda atada a este planeta por las leyes de la atracción centrípeta terrestre y emigra a un misterioso "más allá".
El Creador del Universo nos ha concedido a los humanos el privilegio de poder pensar y creer que existe ese misterioso "más allá".
Los no creyentes poseen ese mismo privilegio; pero no lo utilizan y también desean que ese tan misterioso "más allá", no exista.
Al morir, dejamos marcadas nuestras huellas en las rutas que recorrió cada uno de nosotros durante nuestra estancia en este planeta.
Serán allí examinadas y nos resultarán favorables, o desfavorables.
Serán allí examinadas y nos resultarán favorables, o desfavorables.
El científico y filósofo Blaise Pascal ha dicho: "Prefiero equivocarme creyendo en Dios que no existe; antes que equivocarme si pienso que no existe Dios".
Les recuerdo este pensamiento de Pascal a quienes niegan, o dudan, de la existencia de Dios y de que hay una nueva vida después de la muerte .
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